Cada colectividad de personas
llora y entierra a sus muertos. Es una acto respetable, que significa un
reconocimiento. Terrorista, capo de la mafia, político, soldado, todos son
buenos para su familia.
Un recorrido del ataúd a hombros
de los amigos cercanos, llantos de rabia y nostalgia, costumbres tan humanas
como el pedido a Dios de que los albergue en su infinita paz. Esa es la
percepción que transmitimos al enterrar a nuestros muertos. No hay muerto malo,
pues recordamos siempre solo el lado positivo de las personas; ni existe novia
fea, porque le deseamos siempre el mejor y más hermoso destino a la nueva
familia.
Pero vale recordar la tradición
de Ricardo Palma: "Existía en Lima,
hace cincuenta años, una asociación de mujeres todas garabateadas de arrugas y
más pilongas que piojo de pobre, cuyo oficio era gimotear y echar lagrimones
como garbanzos. ¡Vaya una profesión perra y barrabasada! Lo particular es que
toda socia era vieja como el pecado, fea como un chisme y con pespuntes de
bruja y rufiana". Peruana o no, la costumbre era la de una competencia
por llevar la mayor cantidad de plañideras y acompañantes para la foto
histórica del acto político.
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